Regreso al Futuro
Todo hijo de vecino de los Ochenta tiene en su memoria a Marty McFly, su chaleco rojo, un condensador de fluzo y ese DeLorean soñado con el que moverse por el tiempo con la misma facilidad con la que vas a comprar el pan. REGRESO AL FUTURO forma parte del imaginario colectivo de la década por derecho propio. No es de extrañar, puesto que contenía todos los ingredientes necesarios para triunfar en aquel entonces: una historia currada y con un punto original, un chorreo constante de efectos especiales, un actor con pinta de eterno adolescente que sonara muy USA, buena música, humor un tanto pueril pero resultón y aventuras a paladas (películas con algo que contar… qué nostalgia) sin necesidad de abusar del ketchup. Con eso y un cartucho de palomitas, en los ochenta te marcabas un blockbuster la mar de resultón.
La historia es de sobra conocida, pero os la resumo en pocas palabras: Marty McFly -por cierto, ¿no es ya de por sí una obra de arte ese nombre? – es un chavalillo adolescente excepcionalmente maduro para vivir en una familia de fracasados -papá looser, mamá borracha, hermana putón, tío chorizo nivel banquero español pero con cárcel – que cuenta entre sus amigos con el típico científico loco (¿y quien no?), llamado Elmmett Brown aka Doc, quien tiene por costumbre hacer inventos revolucionarios cual Da Vinci de extrarradio y hacer trato con terroristas islámicos.
En una de esas movidas, McFly se ve obligado a meterse en el último invento de Doc, un coche con capacidad para viajar en el tiempo para poder huir de unos terroristas cabreados, y sin querer, le da al botón de viajar al pasado. Marty acaba en los sesenta donde conocerá a sus padres antes de que éstos lleguen a formar pareja. Sin querer, interfiere en su relación – de hecho, su futura madre se enamora de él – lo que está a punto de provocar que sus padres no lleguen a conocerse y, por tanto, su nacimiento no se produzca. En ese momento se inicia una carrera desesperada para incentivar el coito paternal y de ese modo evitar una desagradable paradoja espacio-temporal con terribles consecuencias para su futuro.
Para ello debe recurrir al Doc del pasado, convencerle que viene del futuro – sublime la conversación entre ambos
– “¿Y quien es presidente en 1985?
– Ronald Reagan
-¿El actor? ¿Y quien es el vicepresidente, Jerry Lewis?”
durante la que debe convencerle de que ambos van a morir si no evitan esa situación – Marty de aborto pregestional y Doc por un tiroteo con los terroristas-. Le añadimos una generosa dosis de ciencia-ficción embrionaria de los cincuenta, buena música sesentera – Chuck Berry incluido -, pin-ups, monopatines, algún product placement alevoso, el inevitable baile de graduación, cuatro lagrimillas poco convincentes y la típica pandilla de grandullones macarras para que quede bien marcado quienes son los buenos y los malos; ya tenemos el chiringuito montado.
Regreso al Futuro supuso una bocanada de aire fresco entre tantas películas de aventuras exóticas de arqueólogos, batallas de naves espaciales, historias de terror serie B y musicales que incitaban al consumo abusivo de heroína. Supuso el pistoletazo de salida a un sinfín de películas teenenagers de protagonistas monos y historias moñas que, por fin, daban el salto nunca antes soñado desde la pantalla del televisor a la de la sala del cine, en las que el protagonista, Michael J. Fox, tuvo un papel relevante, elevado a estrella del momento y portada de revistas y carpetas de las quinceañeras de BUP. Fox creó, de la noche a la mañana, una escuela de jovencitos de flequillo largo y cara de no haber roto un plato a los que no les afectaba nada salvo que les llamasen gallina, entre los que despuntaban tipos como Tom Cruise, River Phoenix, Emilio Álvarez o Matt Dillon. Intentó repetir el éxito de Regreso al Futuro en sus siguientes películas como Luces de Neón, Teen Wolf o El Secreto de Mi Éxito, sin demasiada suerte para ser justos. Su filón quedó restringido a ésta y las tres secuelas que tuvo.
En mi opinión, la clave del éxito de esta peli de Robert Zemeckis estuvo en una acertada combinación entre humor bien traído y muy de la época, que nos ha dejado una buena retahíla de frases épicas, y un buen guión con una historia bien engarzada y original – los giros y reflexiones sobre las consecuencias del contínuo espacial fueron una revolución y abrieron un filón a películas similares. Si a todo esto le sumamos la participación como productor de Steven Spielberg, el rey Midas del celuloide ochentero, el resultado está asegurado.
Influido por las historias de DC Comics y la serie televisiva The Twilight Zone – Zemeckis tambien admitió haberse inspirado en «Qué bello es vivir» de Frank Capra, lo que demuestra lo malo que es consumir sustancias opiaceas, niños -, Regreso al Futuro se estrenó un 3 de julio de 1985 y se convirtió en la película más taquillera del año, que se dice rápido si no tenemos en cuenta que competía con mitos de la talla de Memorias de África, Cocoon, La joya del Nilo, Los Goonies, Mad Max. Más allá de la cúpula del trueno y Commando.
Regreso al Futuro fue una de aquellas películas que nos hicieron soñar con parecernos un poco a esa juventud estadounidense eternamente feliz, higiénicamente esterilizada y orgullosamente consumista, donde triunfar no era una opción sino un hecho prácticamente consumado. Nos aportó la dosis necesaria de evasión y fantasía, nos abrió la puerta a una nueva ciencia ficción mucho más fácil de consumir de lo que nunca habíamos esperado y nos hizo reirnos un rato, que no es poco ni barato. Quizás no fuera una gran película digna de ganar un saco de premios ni falta que le hacía, me basta con pensar que gracias a ella pude ir por primera vez al cine sin necesidad de llevar de la mano a un adulto; casi con eso me basta para tenerla en los altares…
Adolfo Suarez, el último político íntegro
Adolfo Suárez González no fue, propiamente hablando, un hombre de los Ochenta. Apenas comenzada la década, para ser exactos el 29 de enero de 1981, presentó su dimisión como presidente del Gobierno y, aunque su carrera se prolongó durante 10 años más, aquel día su lugar en la política española se quebró como se rompen las ramas que no pueden soportar el peso de tanta nieve.
Sin embargo, los ochenta nunca hubieran existido, en el sentido más amplio de la palabra, sin el valiente papel que Adolfo Suárez jugó durante los años previos a la Década Prodigiosa. Si alguna vez pudimos votar, si alguna vez pudimos conocer la Movida, si alguna vez pudimos volver a soñar con el futuro, si alguna vez pudimos despertar a la primavera después de un invierno gris que se estaba prolongando demasiados años, si alguna vez pudimos sentir sin ira libertad fue únicamente gracias a Adolfo Suárez y algunos hombres buenos como él que se jugaron hasta el cuello por conseguirlo, creyendo en el futuro de un país desahuciado en el que nadie más creía, ni siquiera los mismos españoles, y derribando a base de tesón y fuerza de voluntad tabúes, traiciones, barreras y rencores.
Tal vez Suárez no fuera un gran político; pero es que en aquellos últimos años setenta nadie lo era. No podemos olvidar que los españolitos estábamos mucho más acostumbrados a tiranos que a políticos, al «porque yo lo digo» que al «pueblo soberano», a tragar y callar que a decidir nuestro futuro a golpe de urna. Pero hubo gente como él que tuvo el coraje de querer cambiarlo todo, darnos una oportunidad de ser libres y aspirar a un mundo mejor — ese mismo futuro que nosotros mismitos y los gobernantes que le siguieron escogidos por nuestros votos, nos encargamos de dilapidar con magnífica eficacia —.
Y lo hicieron desde la inocencia de quien no tiene experiencia pero sabe que está creando algo nuevo y grande cuya existencia depende casi únicamente de su convicción personal. Seguro que se equivocaron en muchas cosas, pero lo importante es que tuvieron el valor de equivocarse y, en el camino, sentaron las bases de una nueva sociedad, unas bases de darían poco después la simiente de un país que resurgiría de sus cenizas reconciliado con su pasado.
Dicen que en los cuarteles generales de la NASA hay un cartel que reza así: «está demostrado aerodinámicamente que es imposible que el abejorro pueda volar por su tamaño, peso y cuerpo. Pero el abejorro no lo sabe…«. Suárez y sus hombres, con la indiscutible ayuda de S.M. Juan Carlos de Borbón, demostraron ser tenaces abejorros ajenos al desaliento que, con su labor sorda y la fuerza del valor de sus ideas, levantaron piso a piso una nación donde solo quedaban solares arrasados y ánimos a flor de piel.
Tuvieron que enfrentarse a muchos peligros. Ni la sociedad, ni los empresarios, ni los militares, ni los terroristas, ni los medios de comunicación, ni la aristocracia ni los sindicatos ni los movimientos políticos les apoyaron en su labor. En no pocas ocasiones, sus vidas corrieron peligro. Tuvieron que fingir muchas sonrisas, tender la mano a conspiradores, apoyar firmemente a quien pensaba diferente de sus opiniones, perdonar y pedir perdón, tragar bilis y sudar tinta china. Hubieron de luchar contra viento y marea y poner todo de su parte para convencer a quien se quiso dejar convencer, que no fueron todos aunque hoy se les haya olvidado a muchos, de su proyecto común. Y a fuerza de fe y voluntad de cambio e integración, fueron poco a poco convenciendo a todos de que juntos y unidos tiene mas letras y va antes en el diccionario que solos y separados.
En boca de aquel señor austero de rostro aguileño, perfil anguloso, ojos tristes y voz sentida, las promesas se convertían en realidad como nunca más volvió a suceder en nuestra democracia. Su manera de entender la política se nos antoja a ojos de hoy en día un tanto inocente e ingenua. Pero tal vez fuera por aquella concepción tan simple de cómo se debía gobernar España, por lo que se pudo avanzar y salir de las cavernas. Como los abejorros que vuelan contra todo pronóstico. Por supuesto que cuando Suárez decía aquello de «puedo prometer y prometo» también habían voces críticas y sentimientos de escepticismo, pero con el tiempo y su tenacidad infatigable se encargaba de terminar por convencerles con la missma firmeza con la aquel gobierno derribaba los obsoletos muros con los que se encontraba.
Suárez fue un hombre honesto y un político honrado como jamás hemos vuelto a tener otro. Tal vez no poseyera la pasión y la energía carismática de Felipe González, la astucia y habilidad para la ingeniería económica e internacional de Jose María Aznar, la visión utópica de un mundo feliz de Jose Luis Rodriguez Zapatero y el tesón y el ánimo frente al desaliento de Mariano Rajoy pero sí tuvo algo que ninguno de ellos tuvieron: INTEGRIDAD.
Integridad para llevar a cabo sus ideas. Integridad para ejecutar su programa electoral. Integridad para creer hasta en quien no creía en él. Integridad en imponer una democracia que sabía que acabaría por fagocitarle cruelmente. Integridad para arriesgar su vida plantando cara a quienes deseaban que «el sistema democrático de convivencia fuera, una vez más, un paréntesis en la Historia de España«. Integridad a la hora de dimitir cuando consideró que su labor estaba terminada o no contaba con el apoyo popular para seguir ejerciéndola. Y eso es algo en lo que siempre estaremos en deuda con él.
Apartado de la primera línea política, aún conseguiría ser elegido diputado por Madrid como presidente del Centro Democrático y Social (CDS) en las elecciones de 1982, 1986 y 1989. Desgraciadamente, un servidor no pudo tener la oportunidad de votarle como hubiera deseado porque decidió dar por terminada su carrera en 1991, dos años antes de que el DNI me permitiera hacerlo. Sin embargo, aunque el electorado le había vuelto ya la espalda con más rapidez de lo que hoy podemos entender, al menos tuvo la fortuna de ver como su labor daba frutos y ante los ojos de este abulense tímido, amigo de sus amigos y enemigos de fotos y palestras, el proyecto de lo que él entendió que debía ser España se fue conformando en una realidad.
«La gente no sabe lo que quiere hasta que no se lo pones delante de las narices«, dijo una vez Steve Jobs. Suárez tuvo la suficiente imaginación para visualizar ese paso hacia el futuro y la perseverancia para convertirla en realidad. Con el paso de los años, nosotros, la gente, hemos tomado consciencia de su gran labor y al menos hemos tenido la decencia de agradecérselo en vida, esa misma vida que tanto y tan duro le ha golpeado por atreverse a desafiar al Destino y cambiar el incierto rumbo de una tierra eternamente sumida en la zozobra histórica para llevarla hacia algún punto sin retorno, no se sabe muy bien a dónde pero se intuye que siempre hacia adelante, si es que eso es posible.
Hoy, 23 de marzo de 2014, Adolfo Suárez González se nos ha ido para siempre. Fiel a sí mismo hasta el final lo ha hecho con discreción, sin aspavientos ni llamar la atención, con la paz de no tener nada que reprocharse en su carrera y la terca convicción de los que pueden vivir en paz con su conciencia porque saben que si el mundo es hoy un poco mejor es porque, al menos, tuvieron la bendita locura de intentarlo.
Desde estas humildes líneas sólo puedo decir: Gracias, Presidente. Un millón de gracias por todo lo que hizo por nosotros. Vaya Ud. con Dios y descanse en paz de una vez como se merece.
La Bola de Cristal
Cierra los ojos e imagina un programa de televisión presentado por una celebridad de tendencia en el que participaran algunos de los mejores grupos musicales y humoristas del momento. Llevado a nuestros tiempos, sería algo así como si… Da igual, déjalo; cualquier comparación iba a sonar grotescamente absurda…
Porque La Bola de Cristal es/era un programa simplemente irrepetible. Supongo que, por ese motivo, nunca se ha atrevido nadie a repetir una fórmula similar. Un espacio televisivo que los sábados por la mañana era capaz de sentar juntos frente a la pantalla a los enanos de menos de diez años con sus resacosos hermanos adolescentes, un soplo de modernidad en la casposa televisión del momento que se comenzaba a sacudir el blanco y negro de encima con desdén, una bocanada del radical cambio social que se estaba viviendo en las calles y ante el cual los medios de comunicación se mostraban higiénicamente impermeables (vale, en eso no hemos avanzado mucho…).
Imagina un espacio televisivo presentado por una jovencísima Olvido Gara, Alaska para entendernos mejor, que ya apuntaba alto, y a la que acompañaba una cohorte de personajes de marioneta esperpénticos: los Electroduendes. Presentadora y personajes se fundían en un todo y se complementaban como un guante a la mano de Mohamed Alí. Francamente, no sería capaz de deciros si triunfaba más la carne y hueso o el trapo y los circuitos de baudios; ambos estaban fabulosos.
Imagina un programa donde grupos aún pipiolos en su mayoría, tales como Radio Futura, Mecano, Los Nikis, Eskorbuto, Javier Gurruchaga, La Unión, Los Toreros Muertos, Golpes Bajos, Glutamato Ye-ye, La Frontera, Nacha Pop, Gabinete Caligari o Ramoncín actuaban y participaban activamente.
Imagina rescatar series míticas, clásicos de la televisión de la talla de La Pandilla, con Spasky o Alfalfa, La Familia Monster, La Mula Francis o Embrujadas y ponerlas de moda décadas despues.
Imagina un lugar donde tuvieran cabida los tipos más rocambolescos, bichos raros como Faemino y Cansado, Javier Gurruchaga, Anabel Alonso, Pedro Reyes y Pablo Carbonell, realizando sketchs, entrevistas, parodias, mil y una diabluras.
Imagina una banda sonora increible, con la participación de Alaska y Los Pegamoides, Kiko Veneno, Santiago Auserón o Loquillo. Mola un vatio, no?
La Bola de Cristal estuvo en antena cinco años, desde 1984 a 1988. Para los que no lo hayais vivido en vuestras carnes, os diré que La Bola de Cristal se empezaba a ver en skijama, con el vaso de leche con Cola Cao y las campurrianas en la mano, y se terminaba de ver varias horas despues peleándose a alhomadillazo limpio contra tus hermanos mientras tu madre te decía que levantaras los pies para que pudiera pasar el aspirador y que salieras más a la calle a jugar en vez de ver tanta tontería, que mira la cara que se te está poniendo, si estás mas gris que el dedo del cura un miercoles de ceniza…
El programa se componía de cuatro partes:
- Una primera parte dirigida a los más peques de la casa, generalmente los únicos que estaban despiertos a esas horas. En esa parte, los Electroduendes eran los amos del cotarro. Extraños seres que parecían sacados de un taller de reparación de radiotransistores. Molaban un fulompio y tenían un cierto aire anarco-sindico-reivindicativo que les daba un punto guay (“Viva el mal, viva el capital” era el lema de su cabecilla, la Bruja Avería…). Los electroduendes, en realidad, son los culpables de que una generación entera se convirtiera dos décadas despues en una insufrible panda de geeks sin remedio, induciendo a aquellos que tuvieran hermanos menores con problemas de aprendizaje, dislexia y atrofia mental a decantarse en hypsters.
- La segunda parte iba dirigida a un público algo más mayor. El perfil era: chavalucos con espinillas reventables, gafapastas y niñas con hombreras. Se componía de una consecución de sketchs y cortos con los actores que antes os comentaba mas los invitados del momento. Miriam Díaz-Aroca tambien silbó aquí.
- La tercera parte, La Banda Magnética, era la dedicada a series clásicas en blanco y negro. Charlot, Laurel & Hardy, Harold Lloyd o Buster Keaton tuvieron tambien su huequecillo. Personalmente, era mi parte favorita. Quizás por eso años despues acabé pareciendome a Hermann Monster… Era un lujo poder rescatar tantas y buenas series que, de otro modo, jamás hubieran pasado por nuestras pantallas. En este punto era cuando el abuelo/a se sentaban un ratito a ver lo que echaban por la tele (aunque nunca admitieran que les gustara el programa, siempre tenían una excusa para ver su parte preferida).
- La cuarta parte era territorio abonado del gran Gurruchaga, aún no caido en desgracia. En estos momentos, si todavía seguías viendo el programa te arriesgabas a llevarte una colleja y que te mandaran a jugar con los Maiderman, los clics de Famobil o Las Barriguitas, porque aquello no era para niños. Y es que Gurruchaga siempre fue mucho Gurruchaga. En aquella época sí que los tenías que tener bien puesto para decir lo que te salía del guión por la pequeña pantalla. Y al amigo Gurru nunca le acusaron de tener pelos (propios) en la lengua. Entrevistas, un monólogo con su peculiar visión del mundo, bizarros cortos y videoclips de los grupos del momento (españoles, mayoritariamente) se combinaban hasta poco antes de la hora del aperitivo (vermut con sifón o Casera, aceitunas con hueso y patatas fritas de las de siempre y sin sabores, como mandan los cánones).
En fin, una jerigolza de personajes, situaciones, buena música y risas para dotar de sentido a la primera mañana de la semana en la que no era preciso madrugar (lo que no quiere decir que no se hiciera, sino que se hacía de buena gana precisamente porque no era obligatorio…), una ráfaga de aire fresco para empezar a desempantanar a tantas generaciones de jóvenes idiotizados, el fin de la era de los «muchachos-tipo-amo-a-laura», un cambio en la forma de ver la tele, a nuestros padres, al mundo, en general.
Un programa como ninguno otro antes. Ni despues. Os dejo con su sintonía.
¿A que no sois capaces de oírla sin cantarla?
Marta ya no necesita marcapasos
Hay muchas formas de viajar en el tiempo: montado en un Delorean, escogiendo la píldora roja de Morfeo, cayendo por la madriguera del conejo, votando a ciertos partidos políticos, quitándole el polvo al videocassete… Sin ir más lejos, esta misma semana, he tenido la oportunidad de hacer uno de esos viajes exotemporales gracias a la invitación de mis amigos de Spotify para asistir al preestreno de «Marta tiene un marcapasos», el musical dedicado a los Hombres G que alza el telón el 10 de octubre en la madrileña sala Compaq, en pleno centro de ese Broadway castizo que es la Gran Vía.
En un abrir y cerrar de ojos, me encuentro reviviendo una calurosa tarde de viernes de julio de 1986. En este justo momento, estoy desmontando la tela metálica de la ventana de mi habitación con intención de descolgarme por ella para saltar a casa de mi vecino, desaveniendo órdenes expresas de mis padres de quedarme castigado en mi habitación por dios sabe qué golfería. Tengo sólo 13 años y estoy a punto de realizar mi primer acto de desobediencia civil de la larga lista que seguirá despues. Pero el motivo justifica las represalias futuras: esta noche actua por primera vez en Alicante los Hombres G, el grupo del momento, junto a Duncan Dhu.
Los he descubierto cuatro meses antes tras una sesión intensiva de escucha durante los ocho días que duró el viaje en autobús de final de EGB. Para ser sinceros, los gustos masculinos iban mas por otros lares – que oscilan desde Ramones al break dance – pero cuando les toca turno a las niñas alternaban indistintamente los 2 primeros LP’s que Hombres G han sacado al mercado: «Hombres G» y «La Cagaste Burt Lancaster».
Aluciné por igual con el concierto de aquella noche y con el guantazo del día siguiente, pero haciendo balance, valió la pena. Era el primer concierto al que iba y, aunque técnicamente no fueran un derroche de dominio instrumental y vocal, nadie podía negar que eran capaces de crear química sobre el escenario. Generaban buen rollo colectivo y la sensación de que la noche era una contínua juerga sin final previsible ni resaca en el horizonte.
Durante aquel verano y los años que le siguieron, David, Javi, Rafa y Dani pusieron banda sonora a la adolescencia ochentera; le dieron letra y melodía a las mismas cosas que nos ocurrían y que sentíamos cada día, tradujeron y cantaron los sentimientos por los que pasabamos y expresaron una forma de entender la vida basada en vivir y dejar vivir, disfrutar el momento y pasarselo bien por encima de todo. Hay que tener en cuenta que por aquel entonces nadie nos había dicho aún que no tuvieramos derecho a ser felices ni nos sentíamos culpables por ello, así que, simplemente respirábamos el aire hondo y vivíamos la música hasta el fondo.
Por aquel entonces, Hombres G eran omnipresentes. Cuando pisabas tu garito un viernes por la noche, sonaba «Visite nuestro bar»; si querías liarte con una niña, le susurrabas «Un par de palabras», y cuando ésta se cansaba de tí enguajabas lágrimas en solitario escuchando «Huellas en la bajamar». Porque nosotros escuchábamos a los Hombres G en la intimidad, como Aznar cuando habla catalán. Ellas, sin embargo, lo hacían a todas horas y forraban las paredes de su habitación y sus carpetas con las fotos y posters que aparecían en el Vale o en el Superpop.
Pasaron los años. Vendieron millones de discos. Triunfaron en toda Sudamérica. Crecieron. Evolucionaron. Y al final, se cansaron de tanto éxito y optaron por dejar de ser los ídolos de una generación para convertirse en cuatro tíos corrientes que por primera vez vivían su vida con normalidad y cierta tranquilidad.
Ahora, cuando han pasado 20 años, los Hombres G han vuelto a las candilejas; han metido todas sus mejores canciones en una coctelera, han reabierto el bar en su añorado Nassau y le han hecho un homenaje a Marta y a su epopeya común – mucho más distante en el tiempo que en el recuerdo colectivo del país – con el estreno de su musical.
Sinceramente, debo deciros que me encantó. Me ha sorprendido encontrarme con una obra fluida, amena, con ritmo y buen hacer. Un musical 100% fiel a lo que eran y representaban Hombres G: diversión, risas, momentos románticos y algunas lágrimas, todo mezclado con ciertos apuntes naiff, guiños pijos y un velo de aire golfete-travieso de gamberro madrilata que tanto gustaba a sus fieles. Fabulosos Marc Parejo en el papel de Nico, la guapísima Claudia Longarte como Marta, un altísimo Indiana interpretado por Tony Bernetti aunque personalmente, me quedo con Leo Rivera, chapeau su interpretación aportando esa bis cómica tan personal que tiene al papel de un Ringo que, por momentos, me recordaba al David Summers veinteañero que vive en el imaginario colectivo. Una adecuada mezcla de playas, juergas, copas, cruce de puños y besos por chicas cocodrilo y, sobre todo, una banda sonora archiconocida. Como único pero, quizás le sobran 10 o 15 minutos a la duración total, pero se les puede perdonar; hay tantas canciones que de las que no se puede prescindir…
Vuelvo al presente. Cae el telón y el público está en pie aplaudiendo a rabiar. Saltan y cantan las canciones que todos conocen sobradamente. En sus caras, se adivina que no soy el único que ha viajado al pasado durante casi tres horas. Ahora va a resultar que todos eramos mas de Hombres G de lo que por entonces nos gustaba reconocer… Me doy cuenta que la esencia de los Hombres G está aquí, en el aire, flotando entre nosotros, sintiéndolos en la piel. Y que su música sigue gozando de buena salud y buenos recuerdos. Definitivamente, a Marta no le hace falta todavía marcapasos alguno…
Sentados en primera línea del patio de butacas, cuatro tipos casi cincuentones con el pelo corto tocado con pinceladas grises, incipientes barriguillas cerveceras y alguna que otra arruga rebelde, sonrien y se miran entre ellos. Finalmente, se levantan y aplauden; sus caras reflejan alivio y orgullo. Estoy seguro de que acaban de ver su vida pasar frente a ellos y no me imagino la de batallas y recuerdos que les habrán venido a la mente. Se vuelven hacia el público, saludan y aplauden a la concurrencia.
Sospecho que, en cierto modo, con este musical y este gesto, ellos cuatro, David, Dani, Javi y Rafa, los Hombres G, los Beatles latinos, los amiguetes de barrio a los que todos hubieramos elegido para salir de marcha y con los que nuestras chicas hubieran deseado ponernos los cuernos, pretenden devolver a mi generación una parte de todo lo que recibieron.
Agradecidos por el detalle. Al que le guste, ya sabe lo que no debe perderse. Y para quien no guste de hombresgear, tambien tiene un mensajito: Sufre, mamón!!
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